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domingo, 8 de abril de 2018

LOS GITANOS DEL PUERTO DE SANTA MARÍA CONDENADOS A LA MINA DE ALMADÉN, AÑO 1745

             

               “Los   gitanitos   del    Puerto
                                                                                  fueron los más desgraciaos,
              que  a  las minas del azogue
              se  los  llevan  sentenciaos”.

              Estrofa de una antigua toná.



El anterior cante flamenco forma parte de una antología rescatada por Demófilo y reconstruida posteriormente por el poeta Félix Grande. El cantaor Juan Peña, El Lebrijano, mantuvo el recuerdo del dramático episodio en una de sus obras, titulada Persecución. Los tristes hechos de los que trata este artículo comenzaron en el Puerto de Santa María, año 1745, cuando se produjo una redada de los gitanos que vivían tranquilamente en aquella localidad gaditana.

Dos siglos antes, la lucha contra los turcos en el Mediterráneo había llegado a su punto álgido, así que el emperador Carlos necesitaba para el remo de las galeras todos los hombres disponibles. El 24 de mayo de 1539, Carlos firmó una pragmática en Toledo, en la que después de acusar a los gitanos de muchos daños e inconvenientes, y de ser un mal ejemplo para los habitantes del reino, ordenaba que salieran de él o que tomaran algún oficio y se asentaran en algún lugar antes de que pasaran tres meses, ya que si no fuera así, “… mandamos a las nuestras justicias los prendan y presos los que fueren de edad de veinte años hasta cincuenta, los lleven y envíen a las nuestras galeras para que sirvan en ellas por término de seis años al remo como los otros que andan en ellas … y que en las otras personas que fueren de menos edad de los veinte y mayores de los cincuenta sean ejecutadas y se ejecuten las penas en las leyes y pragmáticas de estos nuestros reinos contenidas”.

Los gitanos obligados a los trabajos mineros en el siglo XVI
En la década de 1560 ya habían empezado a llegar los primeros gitanos condenados al trabajo en las labores subterráneas de Almadén. Por entonces, los Fugger o Fúcares explotaban la mina de azogue como contraprestación a la ayuda concedida a Carlos I para conseguir la corona imperial. Los préstamos de los banqueros alemanes continuaron con los herederos de Carlos, por lo que tuvieron en asiento la mina de Almadén de manera prácticamente continua desde 1525 hasta 1645. Como no había mano de obra suficiente para explotar la mina, Felipe II autorizó a petición de los Fugger que se destinaran a Almadén treinta galeotes. Entre los cinco primeros galeotes que llegaron a la mina en 1566, estaba el gitano Diego Gaiferos.

Desde aquellos años muchos gitanos fueron condenados al remo, aunque la mayoría no cumpliría su castigo en las galeras, sino “… en las Reales minas que Su Majestad tiene en la villa de Almadén, según y como sirven en ella los demás forzados y el estilo y costumbre con ellos observado”. En el año 1593, Mateo Alemán, el autor del Guzmán de Alfarache,  recibió el encargo de la Corona de realizar una inspección en la mina de Almadén como juez visitador. Habían llegado noticias a la Corte del maltrato que daban los capataces de los Fugger a los forzados enviados allí a cumplir su pena y era preciso averiguar qué había de cierto en ello, pues los forzados eran presos de la Corona y por eso eran conocidos como los esclavos del rey.

Por entonces había dos gitanos condenados a los trabajos mineros y Mateo Alemán les tomó declaración. El primero de ellos dijo llamarse Francisco Téllez, ser natural de Málaga y llevar en la Real Cárcel de Forzados y Esclavos más de cuatro años. Francisco dijo que había sido detenido por orden del gobernador de Almadén por el hurto de dos borricas, por lo que que había sido sentenciado a doscientos azotes y seis años de  galeras. A otras muchas preguntas contestó que no se acordaba y “… como parecía estar falto de juicio y temblando todo el cuerpo y pies, manos y cabeza, el señor juez visitador mandó que no se pasase adelante en su declaración”.

El otro gitano interrogado por Mateo Alemán se llamaba Luis de Malea, era natural de Vigo y había sido condenado por la justicia de la villa de Siruela (localidad situada a unos 45 kilómetros al noroeste de Almadén) a cuatro años de mina por haber cometido ciertos hurtos. Luis declaró que “… Su Majestad tiene mandado que haya número de cuarenta forzados en la dicha fábrica y que los más que este que declara ha conocido juntos en la dicha mina fue cuando vino a ella que le parece que había veinte forzados poco más o menos, aunque este testigo no los contó y que el tratamiento que de presente se les hace a dichos forzados en la dicha fábrica es bueno, porque al que es hombre de bien lo tratan bien y al que es malo lo tratan como malo”. Más adelante en su declaración, Luis de Malea informó que un año, conocido por todos ellos como el año de la prisa, se hizo trabajar “… demasiadamente a todos los forzados que a la dicha sazón había y… del demasiado trabajo que les dieron, murieron muchos forzados”.

El siglo XVII
La llegada de gitanos a la Real cárcel continuó durante todo el siglo XVII, bien bajo la jurisdicción de los Fugger hasta que estos abandonaron Almadén en 1645, bien bajo los administradores españoles designados por la Corona a partir de dicha fecha. Ya en 1619, Felipe III ordenó que “… salgan del reino dentro de seis meses los gitanos que andan vagando por él y que no vuelvan so pena de muerte… y que los que quisieren quedarse sea en lugares de mil vecinos arriba”.

 En 1639 fue Felipe IV quien mandó que ante la falta de remeros para las galeras, se detuvieran y enviaran urgentemente a los gitanos que hubieran contravenido las leyes vigentes, las cuales les obligaban a permanecer en los lugares donde vivieran, pues “… el que fuere aprehendido por los caminos, quede por esclavo del que le cogiere; y si fuere hallado con arma de fuego, sea llevado a las galeras donde sirva por tiempo de ocho años”.

Cuando la centuria terminaba, todo seguía igual y en 1699 Carlos II equiparaba a los gitanos, solo por el hecho de serlo, con ladrones, bandidos, contrabandistas y otra gente peligrosa. Muchos gitanos acabaron así sus días en las galeras o en las minas de azogue. Cierto es que algunos de los condenados habían cometido robos de menor o mayor entidad en campos y majadas, pero otros fueron sentenciados al remo o a Almadén solo por ser gitanos. En los testimonios de las sentencias pueden leerse cargos como “… andar en traje de gitano y hablar en lengua jerigonza” o por “…ser persona que no tiene domicilio ni vecindad”.
El siglo XVIII
La instauración de la monarquía borbónica en España no trajo ninguna mejora para la gitanería sino más bien todo lo contrario. El modo de vivir de los gitanos no era compatible con los principios que regían en una sociedad en la cual todo debía estar regulado. La política crecientemente restrictiva contra el colectivo gitano supuso un incremento en su persecución y castigo, como lo demuestra la Real provisión de 22 de agosto de 1713, autorizando el uso de armas de fuego a la Santa Hermandad cuando persiguieran gitanos.

En 1717, Felipe V ordenó publicar una pragmática que disponía que fueran determinadas poblaciones las únicas que podían albergar gitanos. Ciudad Real fue una de ellas y en Andalucía las siguientes: Carmona, Córdoba, Antequera, Ronda, Jaén, Úbeda y Alcalá la Real; y por supuesto, Madrid, villa y corte, quedaba exento de ellos. Los gitanos debían desplazarse a los lugares citados desde las ciudades donde preferentemente habitaban: Sevilla (barrio de Triana), Jerez, Cádiz y El Puerto de Santa María. El castigo para los desobedientes era seis años de galeras para los gitanos y cien azotes y destierro para las gitanas.

En la primera mitad del XVIII continuaron llegando gitanos sentenciados a la mina de azogue “… por contravención a la Real Pragmática contra Gitanos”. Afortunadamente los seis años de galeras quedaron reducidos a tres en las minas de azogue y lo que es todavía más importante, visto lo que sucedería después, cuando cumplían la condena, recuperaban la libertad. En esa época, los gitanos sentenciados a los trabajos mineros no eran conflictivos y pretendían pasar desapercibidos entre el resto de forzados y esclavos que se apiñaban en un pequeño recinto carcelario construido por los Fugger para albergar a cincuenta reos o como máximo a cien.

Los gitanos del Puerto de Santa María
En el otoño de 1745 una Real cédula y un decreto del Consejo del Reino ordenaban que todos los gitanos sin excepción se restituyeran a los sitios donde debían estar avecindados, amenazándoles con que “… si se les encontrara extraviados, se procederá contra ellos con el mayor rigor”. De este modo, pretendiendo exterminar a los salteadores de caminos y reducir a quienes se dedicaban al comercio ambulante de caballerías en ferias y mercados, acabarían también perjudicados aquellos gitanos que vivían en los pueblos y ciudades ya citados, y ejercían en ellos oficios útiles, como el de herrero, por ejemplo.

El gobernador de El Puerto de Santa María, brigadier Diego de Cárdenas, ordenó apresar pocos días después a todos los gitanos “… que se hallaban avecindados, connaturalizados, residentes o transeúntes en la ciudad, y quienes, sin ser gitanos, vestían su traje y se comunicaban con ellos”. De esta manera fueron detenidos 43 hombres y 32 mujeres, enviando los más fuertes de los primeros a la mina de Almadén y el resto a los presidios africanos, todos ellos sentenciados a cuatro años. El viaje a pie desde Jerez a Almadén, unos 400 kilómetros, provocó ya que algunos enfermaran, restando en la cárcel de Sevilla hasta su curación.

A principios de la década de 1740 ya habían llegado a Almadén otros gitanos también condenados a cuatro años, quienes cuando cumplieron su condena fueron libres. Tal fue el caso de los siete llegados en 1742, todos ellos liberados en 1746. No tuvieron tanta suerte los 60 que arribaron en enero y febrero de 1746, procedentes principalmente de El Puerto de Santa María, pero también de otros pueblos del reino de Sevilla. Muchos de ellos murieron en la Real cárcel antes de cumplir su condena de cuatro años debido a las epidemias de paludismo que sufrió Almadén en los años centrales del siglo XVIII. Además de morir muchos forzados y esclavos, la epidemia se extendió también a los habitantes de Almadén, falleciendo más de trescientos, la décima parte de su población.

Retención de los gitanos
Entretanto había proseguido la persecución de los gitanos en España con la gran redada de 1749, la cual provocó que miles de gitanos varones fueran enviados en su mayor parte a los arsenales militares de reciente creación, sitos en Cartagena, La Carraca (Cádiz) y El Ferrol. La Real Orden del año 1750, comunicada por el marqués de la Ensenada al superintendente de la mina y gobernador de Almadén, indicaba de forma explícita “… que subsistan en ese destino los gitanos que están rematados a los trabajos de las minas, no obstante que cumplan el tiempo de su condena”. De este modo, los gitanos mineros, quienes iban a ser puestos en libertad después de cumplir los cuatro años de condena, se vieron encarcelados sine die.

Como es lógico y puesto que no se les otorgaba la prometida libertad, su actitud varió por completo y pasaron de tener buen comportamiento a convertirse en presos conflictivos, provocando fugas, motines y peleas: Antonio Jiménez se fugó en 1754; Manuel Jiménez fue trasladado en 1756 al presidio de Ceuta por su mala conducta; Juan de Vargas se fugó en 1751, fue aprehendido y se fugó de nuevo en 1761; Francisco José Monje, autor de dos fugas, la última en 1761, fue arrestado de nuevo. Y el más conflictivo, Pedro de Vargas, fugado en 1750 y apresado, provocó una sublevación en 1752 duramente reprimida por los vigilantes de la mina con ayuda de los vecinos de Almadén; por último, participó con otro gitano, Manuel Jiménez, citado anteriormente, en el asesinato del forzado Pedro Luis Guzmán en 1754.

A pesar de los intentos del superintendente Villegas de condenar a la horca a los forzados y esclavos que cometieran delitos graves, no se ajustició a ninguno en esa época, por lo que Villegas propuso a sus superiores en 1757 que al menos fueran destinados “… a fábricas, obras públicas o tomar otra providencia que absolutamente les extinga, pues no sirven de otra cosa en este presidio que de perturbar la cárcel e impedir que hagan los demás forzados el servicio como corresponde”.

El azote de paludismo continuó en los años centrales de la década de 1750 y el alcalde de la cárcel se vio obligado a colocar a algunos de los 52 forzados enfermos “… en el cuerpo de la capilla anexa a la cárcel y es sitio tan reducido y falto de ventilación, es de temer trascienda a una general epidemia”. Cuando se pidió opinión al médico de los forzados y esclavos, este confirmó el peligro, “… por estar las camas contiguas unas a otras, que ni se puede andar, y al mismo tiempo las inmundicias, insectos, piojos, chinches y pulgas de unos se comunican a otros, todo lo cual dificulta la curación de los enfermos y puede causar alguna muerte”.

Por fin, el 16 de junio de 1763, Carlos III resolvió conceder la libertad a todos los gitanos que permanecían en los arsenales de Marina desde 1749 “… y que el Consejo les prefina los domicilios donde hayan de residir”. Sin embargo, no sería hasta el 21 de enero de 1764, cuando “… siendo repetidas las instancias hechas al Rey para los gitanos efectivos en Almadén…”, se ordenó su libertad. Los cuatro años de condena se habían convertido así en dieciocho para los pocos gitanos de El Puerto de Santa María, de San Lúcar, de Jerez y de otros lugares de Andalucía que todavía quedaban vivos en la Real cárcel de forzados y esclavos de Almadén.

Epílogo
Todavía un siglo después, cuando ya la Guardia Civil recorría y vigilaba los pueblos y campos de España, decía uno de los artículos de su cartilla (21 de julio de 1852): “Se vigilará escrupulosamente a los gitanos, cuidando mucho de reconocer todos los documentos que tengan, confrontar sus señas particulares, observar sus trajes, averiguar su modo de vivir y cuanto conduzca a formar una idea exacta de sus movimientos y ocupaciones, indagando el punto a que se dirigen en sus viajes y el objeto de ellos”.

La Orden de 14 de mayo de 1943 del Ministerio de la Gobernación, en la que se aprobaba el nuevo reglamento para el servicio del Cuerpo de la Guardia Civil, insistía en el Artículo 5 en que “… como esta clase de gente no tiene por lo general residencia fija, se traslada con mucha frecuencia de un punto a otro en que sean desconocidos, conviene tomar de ellos todas las noticias necesarias para impedir que cometan robos de caballerías o de otra especie”. En el Artículo 6 se indicaba que “… está mandado que los gitanos y chalanes lleven a más de la cédula personal, la patente de Hacienda que les autorice para ejercer la industria de tratantes en caballerías”.  

No fue nada menos que hasta el 19 de julio de 1978, cuando por fin fueron  suprimidos los citados artículos, eliminando “… toda referencia o alusión a la población gitana, que en virtud del principio de igualdad de todos los españoles ante la ley, merece igual trato que el resto de los españoles”.


©Ángel Hernández Sobrino


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