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sábado, 8 de julio de 2017

BANDIDOS Y SALTEADORES DE CAMINOS EN LOS SIGLOS XVI, XVII Y XVIII



Interesante artículo el que nos trae en esta ocasión Ángel Hernández que trata de los salteadores de caminos de la Edad Moderna, algunos de los cuales cumplieron su condena en las minas de azogue de Almadén.





BANDIDOS Y SALTEADORES DE CAMINOS EN LOS SIGLOS
XVI, XVll Y XVIII

La Corona fue el único poder político en la Edad Moderna. La colaboración de la Iglesia fue primordial para el fortalecimiento de su poder y, a cambio, aquella la protegió y persiguió la heterodoxia de forma dura y tenaz. El objetivo final era conseguir que la sociedad tuviera un comportamiento obediente y cristiano para con el rey, la iglesia, y Dios. Para hacer cumplir la ley y castigar a los transgresores, la Corona contó con las diversas instancias judiciales: alcaldes mayores, corregidores, audiencias y chancillerías.

Desafiando al poder del Estado se alzaron en aquella época los llamados bandoleros  y salteadores de caminos, personas que por diferentes motivos se echaron al monte e hicieron frente a la autoridad. Aunque en algunos casos el bandidaje fue cometido por vagabundos, gitanos y campesinos  hambrientos, en otros se trató de un bandolerismo organizado en cuadrillas bien armadas que a veces superaban los cien miembros. Esta delincuencia organizada fue muy difícil de combatir, ya que los malhechores conocían bien el terreno donde perpetraban sus fechorías, pero aun así el Estado no podía permitir el bandolerismo y lo persiguió y reprimió con todos los medios a su alcance. Utilitarismo, ejemplaridad y paternalismo fueron los tres principios que caracterizaron a la justicia de la Edad Moderna, conceptos que explicaremos brevemente a continuación.

El utilitarismo punitivo o la penalidad utilitaria comenzó en España durante el reinado de Carlos I, cuando se hizo imperiosa la necesidad de galeotes en la lucha contra los turcos. Otros condenados de la época no acabaron en el remo de las galeras sino en las labores subterráneas de la mina de azogue de Almadén. En el siglo XVIII aparecieron nuevos destinos para los delincuentes, como los arsenales militares de Cartagena, El  Ferrol y La Carraca (Cádiz), y también los presidios del Norte de África. Estos destinos fueron habituales a partir de 1749, cuando se disolvió la armada de galeras, pues turcos y berberiscos habían dejado de ser una amenaza en el Mediterráneo.

La ejemplaridad en el castigo de los que vivían fuera de la ley buscó erradicar los delitos mediante la dureza de los castigos físicos. Los castigos fueron ejemplarizantes y a veces claramente excesivos para los delitos cometidos, pero había de darse escarmiento en aquellas comarcas en las que robos, asaltos y muertes se convirtieron en habituales. Los castigos comenzaban durante del proceso judicial, ya que a los reos, si el delito era grave, se les aplicaba la tortura para que lo confesasen. Los tormentos eran terribles, como el potro, engullir agua y los garrotes para dedos, de modo que era muy difícil superarlos. Una vez dictada la sentencia, se sometía de nuevo a los condenados a castigos públicos, generalmente 100 ó 200 azotes, aparte del destino por seis, ocho y hasta diez años al remo o a la mina. Los castigos físicos  eran además infamantes, pues se administraban en un lugar público, después de ir en procesión por las calles de la población.

Si el condenado era sentenciado a muerte, se le aplicaba la pena según la naturaleza del delito y la condición del delincuente. A los nobles se les cortaba la cabeza, mientras que en el caso de los bandoleros se les ahorcaba en los siglos XVI y XVII, y se  les daba garrote vil en el XVIII. Además se les descuartizaba y cada uno de los pedazos de su cuerpo se exponía al público en diferentes sitios. Por otro lado, los delitos cometidos en la Corte tenían un mayor castigo y así “… un día del año 1637 fueron cogidos y ahorcados cuatro tironeros, llamados en Madrid capeadores, porque su especialización consistía en arrebatar la capa al inadvertido transeúnte”.

El paternalismo de la época quedó reflejado en el libre arbitrio de los jueces, de modo que estos, con causa jurídica, podían templar y moderar las penas. Diversos autores, entre ellos el profesor Tomás y Valiente, tienen una visión negativa del arbitrio al entenderlo como una facultad discrecional de los jueces sin arreglo o sujeción a derecho, convirtiendo la sentencia en causa de inseguridad jurídica. En el juego del arbitrio judicial se tenían en cuenta las circunstancias que rodeaba el delito así como sus causas, todo lo cual debía considerar el juez para modular la pena según su criterio.

Los jueces del Antiguo Régimen, sabedores de los defectos de que adolecía la ley, abusaron en ocasiones del arbitrio de manera despótica y excesiva. En la Edad Moderna hubo sin duda muchas sentencias injustas, también en parte por la poca preparación de los jueces que debían impartirla. En cambio, los magistrados de las audiencias y chancillerías tenían mayores conocimientos jurídicos y sus sentencias estaban mejor fundamentadas.

En cuanto a las apelaciones, casi siempre resultaban denegadas, de modo que los indultos eran muy raros. Solo el rey podía otorgar el derecho de gracia y los datos existentes indican que en muy pocas ocasiones se les levantó el castigo a los condenados por la justicia y, de acuerdo con mis datos, casi siempre por falso testimonio del denunciante.

Bandolerismo.

Salteadores y bandidos actuaron en los caminos y descampados de España en los siglos XVI, XVII y XVIII. Nuestro país tenía por entonces una escasa población dispersa en un territorio muy amplio, pues buena parte de aquella se agolpaba en  ciudades como Madrid, Sevilla y otras más pequeñas. Como es lógico, los bandoleros fueron más abundantes en las zonas de sierra, donde se podían ocultar mejor, que en las llanuras. Felipe Picatoste en su obra sobre la grandeza y decadencia de España los describió como “cuadrillas de ladrones organizadas que cubrían todo el país: componíanse de soldados viejos acostumbrados a la guerra, que no hallaban ocupación en la Corte y no querían someterse al trabajo; de labradores arruinados; de jóvenes que huían del servicio militar; de perseguidos por la Inquisición y la justicia; y en general de aquella multitud que tiene quejas y resentimientos contra los abusos de la autoridad”.

La inseguridad de los caminos se hizo especialmente frecuente en el Principado de Cataluña a comienzos del siglo XVII, lo que describió alguien así: “…esta mala semilla ha producido de sí mucha y mala gente y tantos bandoleros y tan malos que al presente estaba la tierra tan perdida que no había hombre que osase trajinar por los caminos y aun la gente no estaba segura dentro de las casas…”. A principios de junio de 1613, cuatro bandoleros atracaron al conde de La Bastida y a sus acompañantes a media legua de Molins del Rey y como el conde puso mano a su espada, le dispararon y resultó muerto. Los acompañantes huyeron y aunque les dispararon, pudieron salvar la vida. La justicia consiguió detener a los bandoleros y fueron ajusticiados.

 Aunque por lo general los bandoleros no asaltaban convoyes escoltados por la tropa, su atrevimiento llegó a capturar en diciembre de 1613 una remesa de cuarenta mil ducados en reales de plata y otros cien mil en barras, cuyo destino era Génova. El atraco ocurrió en el camino de Madrid a Barcelona, pasada Lérida, y los bandoleros eran un centenar, de los cuales veinte iban montados a caballo. El jefe de la banda era un italiano que operaba en Cataluña, conocido por el Barbeta. Gran parte del tesoro fue recuperado y el bandolero italiano fue prendido y ajusticiado en 1616.

Para algunos autores, ciertos bandoleros tenían un punto de bondad, como cuenta Pellicer de un tal Pedro Andreu, quien en 1644 merodeaba por los Montes de Toledo con una partida de unos sesenta u ochenta hombres: “Cuentan de él cosas raras y que no mata a nadie, sino que quita a los que encuentra parte del dinero…, que envía a pedir dineros prestados sobre su palabra a los pueblos y a particulares, y que es puntual en la paga”. El bandolero se convirtió así en ocasiones en un personaje popular, especialmente en los pueblos, al que rodeaba una aureola caballeresca.

Este fue el caso de Perot Rocaguinarda, bandolero catalán nacido en Vic, quien ha pasado a la historia con notable aura romántica. Este bandolero de principios del siglo XVII tuvo el honor de aparecer en el capítulo XL de la segunda parte del Quijote. Cervantes lo describe como un bandido generoso que combate los abusos e injusticias y protector de los débiles y perseguidos. En 1611, acosado por la justicia, aceptó la propuesta de acogerse a un indulto del virrey, aunque a cambio sirvió en el ejército español en Nápoles durante diez años.

Los bandoleros fueron perseguidos por la Santa Hermandad, una especie de policía rural que mantenía el orden y la ley en caminos y descampados, aunque su eficacia era poca debido a la falta de medios. Aprobada en Las Cortes de Madrigal de 1746, la Santa Hermandad podía dictar y ejecutar sentencias en caso de robo, asesinato o incendio. Poco a poco fue perdiendo importancia en la Edad Moderna, de modo que en muchos casos requirió la ayuda de corregidores y alcaldes mayores, e incluso en otros de tropas militares, pues había cuadrillas de bandidos muy numerosas y bien armadas. A veces incluso eran los propios vecinos de los pueblos los que ayudaban a los malhechores, ya que en ocasiones les consideraban unos filántropos que robaban a los ricos para dárselo a los pobres, lo que creó el tipo de bandido generoso.

Por otra parte, a los bandoleros siempre les quedaba el recurso de refugiarse a sagrado, es decir, en alguna iglesia, ermita o convento. En 1588 ocurrió uno de estos casos en Almadén, cuando cuatro forzados, condenados a trabajar en la mina, mataron a un ayudante del alcaide de la Real cárcel y huyeron hasta un monasterio cercano a Almadén regido por la Orden Franciscana. Los monjes quitaron las cadenas a los fugados y les dieron ropa y comida. Cuando llegó la autoridad a detenerlos, los frailes se negaron a entregarlos, aludiendo al derecho de asilo. A los pocos días, los huidos se entregaron voluntariamente y tres de ellos volvieron la cárcel para seguir cumpliendo su condena, mientras que el cuarto fue ajusticiado por asesinato.

Para que los sentenciados no pudieran escapar y obtener el derecho de asilo en algún lugar sagrado, las autoridades ordenaron que el traslado de la cárcel, fuera esta Madrid, Toledo, Sevilla u otra, se hiciera “…con el mayor resguardo para su seguridad y que no hagan fuga…”, pero también que las cadenas de reos “…no toquen lugar sagrado cuando pasen por los Pueblos por donde transitan y no hagan noche…”, a fin de que no pudieran acogerse a aquel. Estos traslados eran en muchos casos de cientos de kilómetros, ya que Cartagena fue el puerto de galeras y hasta allí debían ir los condenados a pie, lo que llevaba a veces varias semanas de marcha.

A partir de 1737 empezó a haber restricciones en el derecho de asilo, de modo que su aplicación se fue limitando con el paso de los años y así, por ejemplo, a partir de 1760 solo podían acogerse a sagrado los seglares. Tampoco estaba claro si los gitanos tenían derecho a él y tal vez por ello Francisco Joseph Monje, un forzado fugitivo de la mina de Almadén, fue “… aprehendido con motivo de haberse refugiado a sagrado por el robo intentado ejecutar en las casas de Don Cayetano Berosteguieta y del Campo, vecino de la villa de la Puente de Don Gonzalo,…”, un pueblo conocido hoy en día como Puente Genil (Córdoba), hasta donde había huido nuestro gitano prófugo.

Epílogo

La disminución del bandolerismo al final de la Edad Moderna fue pasajera, pues en la primera mitad del XIX hubo dos guerras que lo incrementaron de nuevo: la de la Independencia y la primera guerra carlista. Cuando terminó la guerra contra los franceses, hubo guerrilleros que no volvieron a sus lugares de vecindad, sino que permanecieron escondidos en las sierras, sobre todo en Andalucía. De nuevo surgió la figura del bandolero benefactor y justiciero, aquel que robaba a los ricos para dárselo a los pobres.

Al final de la primera guerra carlista hubo  partidas de facciosos que permanecieron también en los campos de España atracando a los desprevenidos viajeros. Los bandoleros se convirtieron en héroes románticos y surgieron figuras famosas como Luis Candelas o Diego Corrientes, que recorrieron toda Andalucía.

En 1844 se creó la Guardia Civil, un cuerpo de policía rural encargado de perseguir el bandidaje secular en los caminos de España. Empezó entonces un largo enfrentamiento entre dos rivales poderosos, uno que contaba con el apoyo del orden y la ley, y el otro con la simpatía de muchos campesinos, habitantes de cortijos y caseríos dispersos por montes y sierras. No es de extrañar, por tanto, que el bandolerismo no fuera definitivamente extinguido hasta bien entrado el siglo XX.

 

©  Ángel Hernández Sobrino



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