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lunes, 23 de noviembre de 2015

Sor María Teresa




Emotivos recuerdos del Hospital de Mineros de Almadén, contados por Manuel Ortega.
Ayer visité Almadén para reunirme con miembros del grupo de investigación de la Escuela de Ingeniería Minera e Industrial.
Quedamos que iríamos a comer y pregunté si se podía visitar el Hospital de los Mineros. La razón: que yo había estado a veces viviendo durante unos días en su interior durante algunas vacaciones en mi más tierna infancia, con 5 o 6 años nada más y recordaba perfectamente, así lo creía y así fue, cómo era su interior.
Seguramente no tiene mucho interés para muchos leer mis recuerdos sobre este Hospital, pero para mi fue una conmoción volver a ver ese sitio 50 años después de haber vivido en él por unos días. De una parte, me llamó la atención que todo estaba más o menos igual, salvo que la casa del médico la habían derruido, y tampoco estaba la charca donde merodeaban las tortugas con las que jugábamos mis hermanas y yo. Hasta el sitio donde yo me aficioné a coleccionar minerales resulta que según mi compañero es el actual archivo de geología, lo que encaja con que yo allí descubriera mi afición por coleccionar minerales, viendo vitrinas con las preciadas piedras.
Visitábamos en las vacaciones a Sor María Teresa. Una de mis hermanas gemelas lleva su nombre por esta monja. La historia: mi madre al quedar huérfana tras la guerra se puso a trabajar en el Hospital Provincial de Albacete con solo 12 años de edad y allí Sor María Teresa la acogió como la hija que nunca tuvo. Mi madre la quiso y la sigue queriendo como a su segunda madre y la visitábamos cada año en su periplo por los Hospitales de Almadén, de Ciudad Real y de Cehegín (Murcia) hasta su muerte.
Era una gran mujer, trabajando cada día de sol a sol, cuidando enfermos en las peores condiciones, con la silicosis, por ejemplo, por el gratificante premio de vivir por los siglos de siglos al lado de su Señor Jesucristo, su esposo.
Sor María Teresa no tenía nada. Cada año mi madre le llevaba el mismo regalo: unas zapatillas de estar por casa. Las típicas zapatillas de estar por casa y cada año ella debería cambiar las del año anterior por las nuevas. Y cada año se repetía el mismo ritual: mi madre en un rincón, sin que la vieran las otras monjas y mucho menos la madre superiora, le entregaba las zapatillas porque a Sor María Teresa le dolían mucho los pies y era una bendición de Dios ponerse esas zapatillas cuando llegaba a su cuarto a rezar por enésima vez en el día para que Dios perdonara sus pecados. Quizá su pecado era tener unas zapatillas de estar por casa y ocultarlo a sus hermanas en Cristo, ¿Quien sabe?.
El cura del Hospital, sin embargo, era todo un personaje, supongo que en las dos acepciones de la palabra. Si Sor María Teresa era pobre paupérrima, el señor cura era como el Rey del Hospital. Las monjas le servían las mejores viandas y le besaban la mano cuantos lo veían por el recinto. Curioso lo de que siempre los hombres tengamos un estatus privilegiado en todas las circunstancias, sean las que fueren.
Paseando ayer por el museo vi un expositor sobre “Enfermedades y Siniestralidad”. En una foto, como sacada de la película “El Resplandor” de Kubrick aparecía Sor María Teresa y un escalofrío igual al que se siente por primera vez al ver esa película me ha recorrido el cuerpo erizando mi cabellera. O sea, que se me han puesto los pelos como escarpias.Era Sor María Teresa, que por fin había ganado la inmortalidad apareciendo rodeada de sus amados dueños y opresores. Como casada con Cristo que la esclaviza de por vida, sus esclavistas la rodean en una foto donde aparecen otras tres monjas, el señor médico con bata con doble fila de botones, enfermeros con batas menos espectaculares, una señora de negro negrísimo y misa diaria, supongo, el señor cura con traje de oficiar y el Señor Obispo que deja al médico de doble fila de botones a la altura del betún por el pomposo traje con ínfulas. Se me olvidaba, en la parte superior de la fotografía aparece el chico para todo, el jardinero, pero que era lo que quisieran que fuera, vestido con andrajos de chico para todo, una americana de los domingos a la que se le nota que no se ha lavado desde hace años, chaleco y camisa en la que el cuello está ya metido hacia dentro y fofo de tantas veces que se ha lavado.
Un obrero que rompe la estética de la foto pero que pone toda la humanidad que tiene en sí la misma foto, porque la humanidad, la inmensa humanidad de Sor María Teresa, y supongo que de sus compañeras, las monjas, no se puede apreciar en las espléndidas túnicas negras contrastando con el blanco nuclear de las tocas, alas de ángel que era el nombre que les daba mi otra hermana gemela, la que heredó el nombre de mi abuela materna y no la de la segunda madre de mi madre.
He recordado la que fue la última conversación de ese ángel que era nuestra Sor. Poco después murió y no pudimos ir a verla. Había guardado la papeleta de las primeras elecciones democráticas para preguntarle a mi padre si había votado bien. La papeleta se la dio el confesor, el cura de las monjas del último Hospital donde cuidó enfermos y donde la cuidarían como enferma en sus últimos días. Le dijo a mi padre que le había preguntado al señor cura qué partido defendía al obrero pero, al mismo tiempo que no quemara iglesias, y el señor cura le dio la misma papeleta que a sus compañeras y le afirmó que ese era el único partido que defendía al obrero. La papeleta era de Alianza Popular. Sor María Teresa murió sin nada, nunca tuvo nada, todo lo dio durante años por la promesa de la vida eterna. No tuvo ni la oportunidad, pero nunca lo supo, de haber defendido al obrero que día a día cuidó en el Hospital de Mineros de Almadén.
P.S Perdí la fe no hace mucho, cosa que siento realmente. Solo conservo la fe en los que de verdad consagran su vida a amar a los que tienen a su lado, sea porque lo dijo Jesucristo o porque es lo mejor que alguien puede hacer con su vida.
Fuente: elcrisoldeciudadreal.es


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